Carlos Murillo González
En marzo del 2008 Ciudad Juárez dejó de significar Juárez (es decir, dejamos de representar, de parecernos, si es que alguna vez lo deseamos, al prócer de la libertad, al Benemérito de las Américas) cuando inició el Operativo Conjunto Chihuahua. Pero esta historia no inicia ahí, sino es el resultado de un complejo aculturamiento regional bajo cuya influencia nos sometimos inconscientemente, ¿cómo fue que llegamos a convertir la ciudad en una cárcel?
Del otrora orgullo chihuahuense de valentía, nobleza y lealtad descendiente de generaciones que guerrearon durante toda su vida contra diversos enemigos para defender su libertad y su lugar en el mundo, hoy queda la sombra. La enajenación espiritual y material vino a sustituir el amor a la libertad y la dignidad, por el amor al dinero y al poder; el descuido oficial dejó al analfabetismo escalar a otros niveles (político, tecnológico, ético) el individualismo a la estadounidense rompió con los antiguos lazos de solidaridad mexicanos; la Ciudad Juárez de este siglo se descompone de la del siglo XX y XIX.
La condición de frontera nos hace vivir en el límite y hasta el límite. La frontera es el límite, la periferia, el borde, el confín donde inicia o termina todo; esta significación también la personalizamos: los excesos, los riesgos, los topes, las prohibiciones; la línea es ancha y muy marcada, a la vez que atrayente y retadora. Vivir en el límite de Chihuahua, México, Latinoamérica; vivir al límite de la pobreza, la injusticia, la impunidad, la desigualdad; sentir el límite de la territorialidad política, económica, psicológica, social, cultural.
Entre esas fronteras objetivas y subjetivas, atroces, deshumanas, el imaginario colectivo se conforma, la imaginación visualiza el límite y decide entre lo permitido y lo prohibido; el fronterizo(a) se mueve y desarrolla entre dos mundos, entre dualidades, a veces ambivalentes, mayormente ambigüas o contradictorias: México-Estados Unidos; Juárez-El Paso; mexicano-indocumentado; juarense-mexicano; creyente-no creyente; usuario-adicto; cliente-consumidor; chingón-chingado.
El Estado policiaco aparece una vez que la enajenación hizo posible que nadie se preocupara por nada más que por sí mismo, como lo hacen los políticos. Este Estado policiaco, político, binacional, transnacional, lo conocemos en el cruce hacia el norte, en la costumbre de dejar que el vista aduanal nos observe, cuestione y revise descaradamente con fines criminológicos, buscando proteger a su país de potenciales terroristas, indocumentados, narcotraficantes, delincuentes, nosotros. En ese cruce, en esos puentes, desde hace añales se pierde la dignidad humana, el orgullo, la mexicanidad, por descuentos en ofertas y bajos sueldos en dólares, a la vez que se gana en humillación, complejos de inferioridad, admiración por el orden americano, desprecio por lo mexicano.
También desde hace décadas vivimos encerrados bajo rejas: negocios, casas, estacionamientos, fraccionamientos. Cargamos llaveros para organizar el llaverío de puertas privadas y públicas; si bien el crimen no había alcanzados picos de actividad como los actuales, el ambiente de desconfianza hacia las autoridades, la ausencia en casa a causa del trabajo absorbente y la singular particularidad de vivir en frontera, con la multiplicación de posibilidades de movilidad para delincuentes y criminales en general, nos hicieron que por “voluntad propia” fuéramos nuestros propios carceleros; clientes VIP de nuestras propias casas, inquilinos del Big Brother policiaco.
Entonces llegamos a la primavera del 2008 con una inercia proclive a generar ese círculo vicioso de enajenación neurótica y sobre todo paranoica (con justa razón) de la imposibilidad de seguir llevando una vida “normal” en medio de la corrupción estatal. No es la corrupción de la sociedad la que hay que componer, dado que es un reflejo de la cultura a la cual pertenece (política, económica, psicológica y sociológica) sino de reparar el daño estructural del Estado, aunque éste lo vea precisamente al revés: la corrupción corroe al Estado, hay que aleccionar a la sociedad para resolverlo (¿?).
La militarización de la ciudad hace sentir a mucha gente tranquila, en realidad sin mayores fundamentos que la una pobre mentalidad basada en soluciones fáciles, poco reflexivas y muy contaminadas por el chisme, los noticiarios y el analfabetismo político. Para otros, los menos, la militarización no es otra cosa que una ocupación militar en casa propia, sinónimo de violaciones constitucionales, traición y pragmatismo político, con nula sensibilidad e interés por solucionar el problema de fondo, más allá de mostrar un falso Estado fuerte.
Y llegamos al 2009, ¿quién iba a decirlo? No sólo no se solucionan conflictos como el de Lomas de Poleo, sino que ahora vemos cómo Juárez es una reproducción a escala de Lomas, donde siempre hay que portar identificación para entrar, salir o circular en tu ciudad; donde igual te puede asaltar un delincuente en la calle o un pefepo en la casa y donde el conflicto sigue sin solucionarse porque no hay voluntad política, sino intereses económicos, ¿Usted qué opina
Carlos Murillo González, sociólogo y maestro en ciencias sociales por la UACJ, miembro del Colegio de Sociólogas y Sociólogos de Ciudad Juárez, investigador asistente de El Colegio de Chihuahua y adherente de La Otra Campaña; es autor del Libro La Sociedad Anónima: los factores socieoeconómicos y políticos del abstencionismo en el municipio de Juárez, entre otros escritos. Su experiencia abarca la docencia, la investigación, la asesoría, el activismo y la música.