La verdad sobre la masacre de Tamaulipas


Veinte mil inmigrantes secuestrados cada año

En relación con la masacre de 72 inmigrantes en Tamaulipas, donde fueron asesinados poco después el juez encargado de la investigación y el alcalde de Hidalgo, el complejo desinformativo mundial ha querido hacer creer que las víctimas habían sido reclutadas por los narcotraficantes o se habían intentado vender mejor a los cárteles, o tal vez se habían negado a que los contratasen como sicarios.

Es una interpretación carente de fundamento, calumniosa y racista, que quiere ocultar la verdad de la explotación hasta el último centavo de la vida de los 600.000 inmigrantes del Centro y Sur del continente americano que cada año se atreven a atravesar todo México. La realidad es que estos inmigrantes son víctimas constantes de extorsiones, acosos, violaciones y amenazas, incluso antes de emprender la travesía del desierto –el muro construido por George Bush–, de ser víctimas de las patrullas de minutemen, –milicias armadas de anglos estadounidenses–, de las leyes raciales de Estados como Arizona y de tantos otros azares en su búsqueda de trabajo en Estados Unidos. Para el sacerdote católico Alejandro Solalinde, los cachucos (sucios centroamericanos, en la jerga) desde el momento en que salen de su país “dejan de ser personas y se convierten en mercancía, en una mina de oro tanto para las mafias como para las autoridades.”

Los principales medios de prensa los presentan como mano de obra criminal de bajo costo disponible para el narcotraficante, desecho de la sociedad, indeseables, cómplices si no miembros ellos mismos de las mafias, y por lo tanto sin derechos ni dignidad humana. Contra ellos dirigirán ahora aviones no tripulados –drones– que no conseguirán detener la entrada siquiera de un gramo de cocaína, pero que ayudarán a echar en brazos de la delincuencia a los inmigrantes, que en realidad son víctimas de una auténtica emergencia humanitaria a la que los gobiernos de Calderón y Obama deberían hacer frente.

Los inmigrantes son un negocio de 3.000 millones de dólares al año que se reparten los cárteles criminales y las fuerzas de policía corruptas, tanto de EE.UU. como de México. Para pasar al otro lado pagan entre 4.000 y 15.000 dólares. A menudo es sólo el principio del martirio que conduce al sueño americano, ya alcanzado (además de decenas de millones de mexicanos) por un millón de hondureños, dos millones de salvadoreños y tres millones de guatemaltecos, que envían a sus familias en sus países de origen alrededor de 10.000 millones de dólares anuales en remesas de efectivo.

Para monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, por lo menos dos tercios de los inmigrantes, una vez en México, sufren extorsiones o robos, y uno de cada diez es víctima de violación durante el viaje. Cerca de una quinta parte es detenida y enviada de regreso. Se trata de un número en disminución, por cuanto los que interceptan a los inmigrantes prefieren exprimirlos a enviarlos a sus países. La situación ha empeorado sin cesar en el último decenio, con la violenta campaña contra los inmigrantes que condujo a George Bush a la construcción del muro en la frontera entre EE.UU. y México, que pronto se complementará con un muro doble en la frontera entre México y Guatemala. Las medidas adoptadas para detener la emigración, como en otras fronteras entre el Sur y Norte, lejos de impedir el tráfico de seres humanos, no hacen más que aumentar el precio, hacer el negocio más lucrativo y poner más en riesgo la vida de los inmigrantes.

Cada año, según estadísticas oficiales, al menos 20.000 inmigrantes acaban siendo secuestrados por los cárteles criminales y obligados a pagar, además del precio del cruce de la frontera, rescates de entre 1.000 y 5.000 dólares cada uno, y a ser objeto de comercio entre los cárteles, como si fueran paquetes, o ser asesinados como rehenes para inducir a otros a pagar.

Según Jorge Bustamante, relator especial de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), México es sin duda el país donde se cometen las más graves violaciones de derechos humanos del continente, entre el vergonzoso silencio de los medios de comunicación, siempre listos para escribir páginas de condena a los gobiernos integracionistas, pero siempre silenciosos respecto al infierno mexicano.

En 2009, la CNDH publicó un volumen titulado Bienvenidos al infierno de los secuestros, en el que denunciaba el maltrato a los inmigrantes centroamericanos, y recogía innumerables testimonios relativos a la implicación de las autoridades mexicanas en los secuestros mismos.

En el informe se describen las características de los secuestros. El inmigrante suele ser detenido por la policía y vendido a las organizaciones delictivas, que lo conducen a lugares aislados, como la finca de San Fernando donde ocurrió la masacre en Tamaulipas. Aquí empiezan las palizas, el acoso, las violaciones y las torturas. El objetivo es obtener los números de teléfono de los familiares que permitan obtener rescates exorbitantes de los inmigrantes, casi todos muy pobres. En general, quién no puede pagar es asesinado.

La masacre de Tamaulipas se enmarca en este atroz contexto de 20.000 secuestros al año. Setenta y dos inmigrantes que probablemente no podían pagar fueron fusilados como en las masacres nazis. Lo hemos sabido sólo porque Freddy Lala, un joven ecuatoriano de 18 años, consiguió sobrevivir y dar la alarma, después de caminar durante más de 20 kilómetros con una bala en el cuello. O quizá fuera que, como en tiempos del Plan Cóndor o el genocidio de Guatemala, le permitieran sobrevivir para que contase la historia e indujese más terror. Los inmigrantes son víctimas, no cómplices.