El despertar brusco de conciencias provocado por la muerte de Sergio Adrián crece como una ola, sacudiendo a las adormecidas mentes juarenses del apático letargo en el que las ha sumido la situación de crisis por la interminable violencia.
Algo inédito está sucediendo en la sociedad, que ha mantenido hasta hoy una actitud de indolencia hasta cierto punto en el ambiente de sorda lucha entre grupos criminales y de las autoridades de todos los niveles en contra de éstos.
La muerte de un jovencito de 14 años provoca lo inimaginable en un entorno que se ve trastocado a diario por decenas de muertes en todas las formas de violencia que puedan caber en la más viva imaginación.
¿Qué hay de especial en este acontecimiento que cimbró a los juarenses de manera similar -o quizás aún más-, a la masacre ocurrida en Villas de Salvárcar, o la del "Aliviane", o la ejecución de una funcionaria del Consulado americano en esta ciudad?
Podrían ser las diferencias ancestrales entre ambas naciones, que en ocasiones se reflejan en actos de barbarie como el caso presente; podría ser también que en este caso es aún más evidente la impunidad, por tratarse de un agente de la Migra por un lado, y un niño mexicano por el otro, que se atrevió, según los gringos, a atacar al oficial americano a pedradas, que por cierto esto es lo que investiga la FBI, la agresión contra el agente estadounidense, y no el asesinato de Sergio.
Podrían ser muchas causas, pero el hecho es uno: Sergio Adrián Hernández Güereca está muerto y su asesino está libre; esto ha desencadenado una ola de protestas de familiares, amistades y aun desconocidos que buscan solidarizarse con quien guarda cierta afinidad, por cuanto víctimas de las periódicas arbitrariedades de todos los frentes.